Seguro hay quienes todavía recuerdan la bella época de la web cuando ésta era el lugar de las batallas que libraban los hackers, cuando aparecieron proyectos iconoclastas como Napster y la Wikipedia. Cuando Google juraba no ser malvado (Don’t be Evil). Los tiempos de la anarquía feliz en la red.
Desde hace no mucho la historia cambió. Hemos transitado del descubrimiento del contenido valioso a la viralidad. De las comunidades colaborativas al selfie. Del anonimato a la vigilancia. De la vigilancia a la exposición voluntaria de los aspectos más íntimos de la vida privada, antes sólo reservados a los familiares y a las personas próximas. Es más, con Assange y Snowden advertimos que internet también es un lugar peligroso. En una palabra, internet se volvió social.
Sin un afán por sonar pesimista reflexionemos en un aspecto oculto de este tránsito perverso. Hagámoslo desde una perspectiva crítica que poco a poco está cobrando eco en la vida pública: el digital labor. Este es un término de voz anglófona que podría traducirse como “trabajo digital”. De inmediato uno se forma una imagen que remite a los trabajadores de la industria de la tecnología de la información y la comunicación: los ingenieros y los informáticos o cualquiera que se gane la vida en el ámbito de la microelectrónica. Pero no, no es así. En la era del digital labor los trabajadores somos todos nosotros, los usuarios. Basta con iniciar sesión en uno de los sitios de redes sociales, subir una foto e interactuar con la información que publican los amigos y los familiares. Esto es el mínimo suficiente para formar parte de la maquinaria del capitalismo del click; y no como un consumidor sino como un trabajador.
El digital labor es un microtrabajo, un trabajo invisible como afirma el especialista Antonio Casilli (@AntonioCasilli
) «Antonio Casilli: Poster sur Facebook, c’est travailler. Comment nous rémunérer ?, Libération, 11 de septiembre de 2015». También puede revisarse Dominique Cardon y Antonio Casilli (2015). Qu’est-ce que le Digital Labor. Bry-Sur-Marne, Francia: INA Éditions.. No es un trabajo “normal” como cuando uno acude a una oficina, cumple con un horario establecido y percibe un salario. Tras navegar por el muro de nuestros amigos en Facebook, cada actividad, cada like, cada share, cada subida de foto y de video, cada actualización del usuario con información verídica, en suma, todo el comportamiento del feisbuquero, genera un valor, un precio que las empresas pagan por acceder a las preferencias y los hábitos de navegación del usuario. La monetarización de las actividades que realizan los usuarios en la red ocasiona que se hable de un (micro) trabajo, no percibido como tal y mucho menos remunerado. Resulta difícil asociar nuestra vida digital en Facebook a un trabajo cuando ésta se liga a una actividad de esparcimiento, de comunicación íntima, de convivencia social. La idea de que Facebook no es una fábrica, pero que de todas formas explota a sus usuarios, como bien dice el sociólogo y tuitero @pjrey
, no suena disparatada.
No es una sorpresa que la red social propiedad de Mark Zuckerberg comercia los datos personales de los usuarios como mostró una investigación de The Wall Street Journal en 2010. Sí escandaliza que nuestros datos no están seguros con Facebook como cuando el búlgaro Bogomil Shopov (@bogomep
) reveló al mundo la compra de casi un millón de registros de usuarios de Facebook (entre nombre completo, email y dirección url del perfil) por menos de cinco dólares.
El mérito de Facebook ha sido atraer la atención y la dependencia de los usuarios: una plataforma tecnológicamente sofisticada para gente sencilla, dicen los tuiteros. Sacar provecho del trabajo de los usuarios no es privativo de Facebook, diversas compañías del capitalismo informacional tienen sistemáticamente explotada a esta oculta fuerza de trabajo. Google no se queda atrás.
Dicen los futurólogos que la inteligencia artificial y los sofisticados algoritmos terminarán por suplantar a ciertas actividades que hoy en día sólo pueden realizar las personas. A pesar de que la tendencia apunta hacia ese camino todavía restan tareas privativas de la inteligencia humana, la de materia gris, la de carne y de hueso. Un ejemplo cotidiano en nuestra vida digital lo ilustra el (molesto) CAPTCHA: la prueba de identificación que garantiza que quien se encuentra frente a la computadora no es un robot sino un humano. Usualmente lo encontramos como un paso obligatorio al validar un formulario digital, por ejemplo cuando queremos abrir una cuenta de correo en Gmail.
Esta prueba de fidelidad humana consiste en identificar a una serie de números y de letras apenas legibles. Caracteres opacos casi fantasmagóricos que alimentan ni más ni menos a dos célebres proyectos de escala mundial: la digitalización de libros (Google Books) y el mapeo panorámico de las calles (Google Street View). Sin saberlo, el usuario consuma la tarea fallida que los algoritmos de reconocimiento de texto de Google son incapaces de cumplir. Sin aparecer en la nómina, el usuario es parte de la orda de trabajadores de Google Inc; hace la chamba a dedo y a ojo; ofrece una fracción microscópica de su tiempo convertida en mano de obra.
En la actualidad el banquete de internet se disputa por tres comensales voraces: Google, Facebook y Amazon. Sin duda el plato principal somos los usuarios. Por supuesto que para escapar a la mercantilización voraz de los rastros que dejamos en la web no se trata de renunciar al uso de las plataformas digitales. La relevancia que éstas han cobrado en la vida pública y privada obliga a estar presente en alguna de ellas so pena de exclusión social. La experiencia ha demostrado que las tecnologías digitales nutren la vida democrática cuando los usuarios las utilizan en las más inesperadas situaciones. Por contrario, urge salvaguardar la privacidad de los usuarios. Exigir un mayor control de los datos personales y una rendición de cuentas de lo que se hace con ellos. Europe versus Facebook europe-v-facebook.org es una iniciativa que está dando pasos importantes en la lucha por el manejo transparente de los datos del usuario y los derechos digitales. La cuestión de fondo es discutir los límites permisivos de la utilización mercantil de nuestra intimidad digital.