El 7 de diciembre de 1993 Pierre Bourdieu recibe la Medalla de Oro del Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS), la distinción científica más alta de Francia. Entrega François Fillon, ministro de Enseñanza Superior e Investigación. Edición de notas y bibliografía de Loïc Wacquant.
Pierre BourdieuCon motivo de la conmemoración del décimo aniversario luctuoso de Pierre Bourdieu, y veinte años del otorgamiento de la medalla de oro del CNRS, la Revista Española de Sociología (núm. 19, 2013) ha publicado por vez primera al castellano el discurso que dictara el sociólogo francés al momento de recibir tal distinción.
Publicado bajo el título Elogio de la sociología: discurso de aceptación de la medalla de oro del CNRS, este breve texto representa un llamado o petición solemne, con Pierre Bourdieu como portavoz, para que la sociología reciba todas las ventajas simbólicas y materiales por parte de quienes la reconocen. Además de demandar la injerencia de la sociología en todas las dimensiones del mundo social.
Este discurso fue dado a conocer al público anglófono por la revista Sociology en febrero de 2013 bajo el título de In Praise of Sociology: Acceptance Speech for the Gold Medal of the CNRS.
De igual manera, este texto también puede consultarse en francés (extracto), inglés, portugués y coreano.
¡Gracias @Palodesan!
Pierre Bourdieu
Señor ministro, señor presidente, señor director general, queridos colegas y amigos, señoras, señores:
Las distinciones, que deberían simplemente tranquilizar, tienen sobre mí el poder de despertar inquietud y un cierto sentimiento de indignidad. Pero no pueden afectar mi certeza profunda de que la sociología y los sociólogos son plenamente dignos del reconocimiento que la comunidad científica les otorga a través de mí. Yo querría esta tarde compartir con ustedes esta convicción, y, aprovechando que tengo ante mí a las más altas autoridades de la política y de la ciencia y a los representantes más eminentes del periodismo, intentar responder a ciertas cuestiones, a menudo críticas, que suelen plantearse a propósito de esta ciencia.
Pero no me gustaría que esta apología de la sociología se quedara en un ejercicio académico totalmente desprovisto de efectos reales. Por eso querría convertirme, por un momento, en portavoz de todos los sociólogos, o por lo menos de los que me han trasladado su orgullo de ver su ciencia aquí consagrada; y solicitar, en una suerte de petición solemne, que la sociología francesa, universalmente reconocida como una de las mejores del mundo, obtenga el beneficio de todas las ventajas simbólicas, y también materiales, asociadas a un auténtico reconocimiento. Pienso particularmente en todos los que entran hoy en el oficio y que muchas veces deben vivir a salto de mata, durante los años más decisivos de su vida científica, sin estar seguros de tener un día la ocasión de lograr el puesto de enseñante o de investigador adecuados para asegurarles condiciones de trabajo decentes.
Deseo, no voy a ocultarlo, que los beneficios que invoco para la sociología vayan con prioridad a todos aquellos y aquellas que han formado equipo conmigo, en un momento o en otro, en el marco del Centro de Sociología Europea y del Centro de Sociología de la Educación y de la Cultura El Centre de Sociologie Européenne fue fundado en París en 1959 por Raymond Aron (con fondos de la Fundación Ford), quien, para remediar su falta de experiencia en investigación empírica, nombró a Bourdieu su »secretario» (director ejecutivo) en 1960. Tras separarse en 1968, Bourdieu formó un grupo de investigación independiente que constituyó la base institucional de sus investigaciones durante tres décadas. Un detallado relato de la génesis y funcionamiento del primer CSE, basado en una minuciosa explotación de los archivos de Aron depositados en la Biblioteca Nacional, en Joly (2011).: muchos están aquí presentes y desearía nombrarlos uno a uno en el momento de reconocer públicamente mi deuda con ellos y mi plena gratitud; desearía también borrar todos los restos de las dificultades que hemos tenido, dentro y fuera, debidas, estoy convencido, a que, al modo de los durkheimianos, hemos intentado poner en práctica un estilo de trabajo colectivo, quizá incompatible con las tradiciones y las expectativas de un mundo intelectual todavía apegado a la lógica literaria, con sus alternativas mundanas de lo singular y lo banal, de lo nuevo y de lo superado, que fomentan los petits maîtres presuntuosos y la búsqueda de la originalidad a toda costa.
Quisiera poner en un lugar destacado a quienes han participado conmigo en la empresa, algo desmesurada, de La miseria del mundo (Bourdieu y otros [1993]1999), y también a quienes —en parte son los mismos— durante más de veinte años me han ayudado a asumir la carga de la revista Actes de la recherche en sciences sociales y de Liber, su suplemento internacional Fundada en 1975 y editada por el Centre de Sociologie Européenne, Actes de la recherche en sciences sociales estuvo animada por la visión transdisciplinar e internacional que Bourdieu tenía de la sociología, fundiendo teoría, observación empírica y pertinencia cívica con innovación formal. También basada en el CSE, Liber: revue européenne des libres fue una revista crítica de la investigación de frontera en ciencias sociales, literatura y artes orientada a «desnacionalizar» la producción intelectual y a acelerar su circulación; se publicó bajo varias configuraciones en doce lenguas y países europeos entre 1989 y 1999.. Ello muchas veces sin otra gratificación (no se puede decir que la comunidad científica haya ido muy generosa con ellos) que la de participar en una aventura intelectual. Mi satisfacción sería mucho más completa esta tarde si tuviera la seguridad de que recibirán de las instituciones que los acogen, o que deberían acogerlos (CNRS, Escuela de Altos Estudios, etc.), el justo reconocimiento de sus méritos.
I
Puedo ahora volver a la sociología y a las cuestiones que sobre ella se plantean. La primera y más común concierne a su estatuto de ciencia. Es claro que la sociología posee las principales características que definen a una ciencia: autónoma y acumulativa, se esfuerza por construir sistemas de hipótesis organizadas en modelos coherentes capaces de dar cuenta de un vasto conjunto de hechos observables empíricamente (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, [1973] 1975). Pero podría preguntarse si la cuestión es realmente esa… Sabemos bien que no se plantea nunca en relación con la mayor parte de las disciplinas canónicas de las Facultades de Letras y Ciencias Humanas, o de las disciplinas menos establecidas de las Facultades de Ciencias.
De hecho, la sociología está siempre bajo la sospecha —sobre todo en los medios conservadores— de llegar a compromisos con la política. Y es verdad que el sociólogo, a diferencia del historiador o del etnólogo, toma por objeto su propio mundo, sobre el que da la impresión de tomar partido y del que forma parte. Es cierto que, inevitablemente, tiene intereses en ese mundo y que corre el riesgo de proyectar en su práctica sus prejuicios o, peor aún, sus presupuestos. En realidad, el peligro es mucho menor de lo que parece al profano: quizá porque está particularmente expuesta a él, la sociología ofrece un arsenal especialmente poderoso de instrumentos de defensa.
Y, sobre todo, la lógica de la competencia, que es la de todos los universos científicos, hace pesar sobre cada sociólogo constricciones y controles que él a su vez hace pesar sobre todos los demás. Es el conjunto del universo sociológico mundial, en toda la diversidad de su posiciones y de sus tomas de posición científicas (y no políticas) el que se interpone, como una muralla, entre cada sociólogo y el mundo social: la lógica de las censuras cruzadas hace que no se puede dejar llevar por las seducciones profanas y las acomodaciones mundanas, en particular, las del periodismo, sin correr el riesgo de quedar excluido del «colegio invisible» de los científicos (Bourdieu, 1991a); exclusión que tiene algo de terrible, incluso si pasa inadvertida para los profanos, y para ciertos periodistas que confunden las diferencias de nivel con diferencias de opinión destinadas a relativizarse mutuamente.
La independencia puramente negativa que queda así garantizada no culmina en una verdadera autonomía más que cuando el sociólogo se ha apropiado los logros colectivos de su disciplina, logros ya inmensos cuyo dominio es la condición de entrada en los debates propiamente científicos. Los sociólogos están divididos, es cierto, pero según dos principios muy diferentes: los que se han apropiado la herencia colectiva están unidos por ella incluso en sus conflictos —hablan, como suele decirse, el mismo lenguaje— y se oponen entre ellos según la lógica constitutiva de la problemática y de la metodología directamente surgidas de esta tradición. Pero estos herederos se oponen también, de un modo totalmente distinto, a los que están privados de esta herencia y que, por ello, suelen estar más próximos a las demandas de los media. Esto quiere decir que las discordancias más llamativas, las que a veces se invocan para cuestionar la cientificidad de la sociología, encuentran su fundamento, puramente sociológico, en la extrema dispersión (en el sentido estadístico del término) de los que se precian del nombre de sociólogos.
Para ser verdaderamente autónoma y acumulativa, y plenamente conforme con su vocación científica, la sociología tiene también, y sobre todo, que ser reflexiva (Bourdieu [1982] 2002). Debe tomarse a sí misma como objeto y utilizar todos los instrumentos de conocimiento de que dispone para analizar y dominar los efectos sociales que se ejercen sobre ella y que pueden perturbar la lógica propiamente científica de su funcionamiento. Remito a quienes encuentren estos análisis demasiado abstractos a lo que quedó dicho, en Homo Academicus (Bourdieu [1984] 2008), a propósito de la sociología y de las instituciones que la cobijan (lo que quizá les parezca en exceso concreto…).
II
Imperativa para los sociólogos, la sociología del universo científico me parece apenas menos necesaria para las otras ciencias. En efecto, es, sin duda, la realización más eficaz del «psicoanálisis del espíritu científico» que reclamaba Gastón Bachelard (1938), capaz de sacar a la luz el inconsciente social, colectivamente reprimido, que está inscrito en la lógica social del universo científico, en los determinantes sociales de la selección de los comités de selección y de los criterios de evaluación de los comités de evaluación, en las condiciones sociales del reclutamiento y el comportamiento de los administradores científicos, en las relaciones sociales de dominación que se ejercen disfrazadas de relaciones de autoridad científica, frenando o bloqueando, muchas veces, sobre todo entre los más jóvenes, la inventiva y la creatividad en vez de liberarlas, en las redes nacionales y hoy en día locales de cooptación que protegen a unos contra los rigores de la evaluación científica impidiendo a los otros la plena expresión de sus posibilidades creadoras, etc., etc.
Como las circunstancias me imponen mantenerme, aquí, alusivo y oscuro, me contentaré con evocar un pasaje, siempre ignorado, del famoso discurso sobre «la ciencia como vocación», donde Max Weber plantea, ante la asamblea de sus colegas reunidos, una cuestión del todo capital para la vida de la ciencia, pero de ordinario reservada a las conversaciones privadas: ¿por qué las universidades no seleccionan siempre a los mejores? (el lenguaje que Weber emplea es mucho más brutal). Como buen profesional, aparta la tentación de achacarlo a las personas, en este caso a «los personajillos de las facultades y los ministerios», e invita a buscar la razón de este estado de cosas «en las leyes mismas de la acción concertada de los humanos», las mismas que, en la elección de los Papas o de los presidentes americanos, conducen casi siempre a seleccionar «el candidato número dos o tres», y concluye, con un realismo no exento de humor: «De lo que hay que extrañarse no es de que sean frecuentes los errores, sino más bien de que se constate pese a todo un número considerable de nominaciones justificadas» (Weber [1919], 1967: 187). Una política científica menos resignada podría apoyarse sobre el conocimiento de estas leyes para contrariarlas y neutralizar sus efectos. Pienso, por poner un ejemplo, en la libertad que introduciría en todo el sistema de investigación crear en el seno de cada departamento una sección que agrupara a todos los que tienen dificultades con la división en disciplinas y con las disciplinas, más o menos arbitrarias y científicamente funestas, por ellas impuestas.
He dicho lo bastante para que se comprenda que la ideología de la «comunidad científica » como ciudad ideal, cuyos ciudadanos no conocerían más objetivo que el de la búsqueda de la verdad, no sirve verdaderamente a los intereses de la verdad. El análisis del funcionamiento de la ciudad científica tal cual es, y de todos los mecanismos que obstaculizan la competencia pura y perfecta, y, al mismo tiempo, el progreso científico, podría contribuir enormemente al incremento de la productividad científica que tanto inquieta a nuestros tecnócratas. Lo cierto, en todo caso, es que los científicos, cada vez más numerosos, sobre todo entre los biólogos, que se inquietan por el devenir de su ciencia, arrastrada por la fuerza incontrolada de sus mecanismos, no pueden esperar conseguir un dominio colectivo del devenir de su práctica más que si emprenden, con ayuda de sociólogos y de historiadores de la ciencia, un análisis colectivo de los mecanismos sociales que rigen el funcionamiento real de su mundo (Bordieu, 1997 [2001], 2003).
Quizá la sociología existe para recordar a las otras ciencias, tanto por su existencia como por sus análisis, su origen histórico, principio tanto de su validez provisional como de su falibilidad.Se me podría preguntar con qué derecho, o en nombre de qué autoridad especial, esta ciencia bisoña se mete a analizar el funcionamiento de ciencias más avanzadas y más establecidas. En realidad, esta acusación de imperialismo es sobre todo cosa de filósofos y de escritores, y de algunos científicos particularmente inclinados a la certeza de sí cientista. Pero es otra virtud de la sociología de la ciencia ofrecer potentes antídotos contra esta arrogancia, profundamente funesta para la ciencia misma. En efecto, sin ceder en nada al nihilismo anticientífico (no lo demostraré aquí, falto de tiempo), la sociología remite a la ciencia a sus orígenes históricos, o sociales: lejos de ser esencias eternas, surgidas ya armadas del cerebro humano, las verdades científicas son productos históricos de un cierto tipo de trabajo histórico realizado bajo las construcciones y los controles de este mundo social tan particular, en sus reglas y sobre todo en sus regularidades, que es el campo científico (Bourdieu, 1975, 1991b [2001], 2003).
Quizá la sociología existe para recordar a las otras ciencias, tanto por su existencia como por sus análisis, su origen histórico, principio tanto de su validez provisional como de su falibilidad. Ella les muestra que las tentativas siempre renovadas por fundar la ciencia en principios trascendentales están condenadas al círculo, evocado por James Joyce, de la autoproclamación de la infalibilidad por un Papa cuya palabra no puede ser recusada por el hecho de su infalibilidadBourdieu alude aquí a un famoso pasaje de James Joyce en Dublineses ([1914] 1974: 114) en el que unos amigos discuten esta doctrina en un pub..
III
La sociología está ya lo bastante segura de sí misma como para decir a los políticos que no pueden gobernar en nombre de todos en un universo cuyas leyes más elementales ignoran.He comenzado a responder a la cuestión de para qué sirve la sociología. Podría conformarme con hacerlo al modo de Toni Morrison, escritora negra que preguntada si sus próximas novelas incluirían personajes blancos, contestó: «¿Le preguntaría usted esto a un escritor blanco? ¿Plantearía usted la cuestión de su utilidad y de su razón de ser a un físico o a un químico, a un arqueólogo o incluso a un historiador? Curiosamente, si la sociología padece tanto para sentirse justificada de existir es porque siempre se espera de ella o de más o de menos. Y porque hay siempre demasiados ‘sociólogos’ para responder a las demandas más desmesuradas y entrar en el papel imposible, y un poco ridículo, de «profetilla privilegiado y estipendiado por el Estado», como sigue diciendo Max Weber.
¡Qué decir de los políticos que, con un poquito de experiencia como profesor o como funcionario, no vacilan en dar a los sociólogos lecciones de sociología de la educación o de la burocracia!Se espera del sociólogo que, a la manera del profeta, dé respuestas últimas y (aparentemente) sistemáticas a las cuestiones de vida o muerte que se plantean día a día en la existencia social. Y se le niega la función que tiene el derecho de reivindicar, como todo científico, la de dar respuestas precisas y verificables a las solas cuestiones que se pueden plantear de manera científica, es decir, al precio de una ruptura con las cuestiones que plantea el sentido común, y también el periodismo. No hay que deducir de esto que pueda asumir el papel de experto al servicio de los poderes. Ni puede ni quiere reemplazar al político en la definición de los fines (por ejemplo, hacer que el 80 por ciento de los adolescentes accedan al bachillerato o el 100 por ciento de los niños escolarizados al dominio de la lectura); pero puede recordar las condiciones económicas y sociales para el logro de estos fines a quienes los proponen con pleno desconocimiento de causa, y que así se exponen a conseguir resultados opuestos a los que creen perseguirReferencia al objetivo, fijado por el ministro socialista de educación Jean Pierre Chevenément bajo el gobierno Fabius en 1985, de llevar al 80% de cada cohorte de edad a terminar el Bachillerato y por tanto a entrar en la Universidad. Un hábil análisis sociológico de los efectos de esta política en la experiencia académica y las trayectorias sociales de los jóvenes de clase baja en Beaud (2002). La sociología está ya lo bastante segura de sí misma como para decir a los políticos que no pueden gobernar en nombre de todos en un universo cuyas leyes más elementales ignoran. Durkheim ([1895], 1912) gustaba de decir que uno de los mayores obstáculos al progreso de la ciencia de la sociedad reside en el hecho de que en estas materias todo el mundo piensa tener la ciencia infusa… Y ¡qué decir de los políticos que, con un poquito de experiencia como profesor o como funcionario, no vacilan en dar a los sociólogos lecciones de sociología de la educación o de la burocracia!
Lejos de aprobar a los políticos que, al menor desasosiego en las universidades, se apresuran a animar a los estudiantes descontentos a orientarse a estudios menos concurridos que los de ciencias humanas, yo pienso que es de desear que los estudios de sociología sean estimulados por todas partes y ampliamente desarrollados: primero en y por sí mismos, en las Facultades de Letras y de Ciencias Humanas; pero, sobre todo, a título de enseñanza complementaria, en las Facultades de Ciencias, de Derecho y de Medicina, y también, pero más todavía, en las escuelas de Ciencias Políticas y en la ENAReferencia a las dos principales escuelas graduadas de elite (Science-Po y École Nationale d’Administration), cuyos alumnos ocupan altas posiciones decisorias en el Estado francés y en grandes corporaciones; para un profundo análisis de la situación y función de estas escuelas en el campo de poder francés, véase Bourdieu, La Nobleza de Estado ([1989] 2013). Muchos de los funcionarios del gobierno presentes en la ceremonia eran antiguos alumnos de estas dos escuelas.
No tendría dificultad en mostrar lo que la mirada sociológica podría aportar al magistrado, al médico (la experiencia se ha hecho desde hace tiempo en Estados Unidos y se pueden estudiar sus efectos), al alto funcionario, al profesor, al periodista y sobre todo quizá a sus acciones y a sus producciones, y en consecuencia a sus clientelas. Estos sociólogos, que hay quien cree demasiados, yo desearía verlos en todas las «instituciones totales», como las llama Goffmann (1964), asilos, hospitales, internados, prisiones y también en los grandes conjuntos, las ciudades, los liceos o colegios, las empresas (habría que evocar aquí, pero en sentido contrario al habitual, el caso japonés); tantos y tantos universos sociales complejos cuyas disfunciones podrían analizar y cuyas tensiones manifestar, jugando el papel socrático de comadronas de los individuos o los grupos (Bourdieu [1993], 1996).
Las sumas gastadas por los gobiernos, tanto de izquierda como de derecha, en sondeos científicamente inútiles y financieramente ruinosos… son el testimonio más indiscutible de lo que esperan de la ciencia social: no el conocimiento de la verdad del mundo social, sino los instrumentos de una demagogia racionalYo no creo que haya fundamento para ver en esto una manifestación de imperialismo corporativista. Estoy en efecto convencido de que el desarrollo de la sociología y el progreso del conocimiento científico de la sociedad son conformes al interés general. La sociología tiene razón para definirse como un servicio público. Lo cual no quiere decir que se le encargue responder inmediatamente a las necesidades inmediatas de la «sociedad» o de los que se presentan como sus portavoces, y, menos todavía, de los que la gobiernan.
Las sumas gastadas por los gobiernos, tanto de izquierda como de derecha, en sondeos científicamente inútiles y financieramente ruinosos (uno solo de ellos debe representar de diez a veinte veces el presupuesto anual de mi cátedra del Colegio de Francia) son el testimonio más indiscutible de lo que esperan de la ciencia social: no el conocimiento de la verdad del mundo social, sino los instrumentos de una demagogia racional. Entre las tareas que incumben a la sociología, y que solo ella puede llevar a cabo, una de las más necesarias es el desmontaje crítico de los manejos y las manipulaciones de que son objeto ciudadanos y consumidores sobre la base de usos perversos de la ciencia. Es en efecto inquietante que el Estado, que representa la única libertad respecto a las constricciones del mercado, subordine cada vez más sus acciones, y las de sus servicios, en especial en materia de cultura, de ciencia o de literatura, a la tiranía de encuestas de marketing, sondeos, audímetros y demás registros supuestamente fiables de las supuestas «demandas» de la mayoría. Se ve que a condición de que sepa servirse de la independencia económica que le asegura la asistencia del Estado para afirmar su autonomía respecto a todos los poderes, incluidos los del Estado, la sociología puede ser uno de los contrapoderes críticos capaces de oponerse eficazmente a los poderes que se apoyan cada vez en la ciencia, real o supuesta, para ejercer o legitimar su imperio.
Faltaría al principio de reflexividad si dejara de decir, para terminar, que no me hago muchas ilusiones sobre la eficacia de mi alocución: sé que corre el riesgo de ser desrealizada por la solemnidad misma del tono que me ha impuesto la solemnidad de la ocasión en la que he debido expresarla. Pero nunca debe perderse la esperanza…
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Pierre Bourdieu ocupó la Cátedra de Sociología en el Colegio de Francia, donde dirigió el Centro de Sociología Europea, la revista Actes de la recherche en sciences sociales y la editorial Raisons d’agir Editions hasta su muerte en 2002. Es autor de numerosos clásicos de la ciencia social, entre ellos La Reproducción (1970, trad. 1979), Bosquejo de una teoría de la práctica (1972, trad. 2012), La distinción. Crítica social del juicio (1979, trad. 1988), Homo Academicus (1984, trad. 2008), Las reglas del arte: génesis y estructura del campo literario (1992, trad. 1995) y Meditaciones Pascalianas (1997, trad. 1999).